Hay una luz
que en los atardeceres de otoño
se rasga
como se rasga una nube
al romperse en lluvia.
Es ese momento en el que dejas
tu maleta en cualquier borde del camino,
pesada.
No quieres mirar atrás,
parado,
perdido el camino
delante de tus ojos deslumbrados.
No esperas guardar ya más recuerdos,
entender.
Y, sin embargo, sigues,
“por ver la vista tras ese repecho”,
dices, curioso.
De lejos: persistente, inevitable,
te sigue tu maleta.
Asciendes, cansado,
palabra a palabra.
Es la distancia, la distancia.
Y es que tu piel
guarda el asombro
de sentir nacer (y morir)
una amapola.
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