Te ves
(mientras cae la nieve)
manos y cerezas,
como aquel verano
sobre la escalera
que el árbol sostiene;
tu mano y la rama
llena de sus frutos
redondos y rojos.
Tan solo un recuerdo,
tal vez un deseo.
Te ves
(mientras cae la nieve)
manos y cerezas,
como aquel verano
sobre la escalera
que el árbol sostiene;
tu mano y la rama
llena de sus frutos
redondos y rojos.
Tan solo un recuerdo,
tal vez un deseo.
Te moriste, en aquel sótano
antesala… —cantaban por Camarón
(“nana del caballo grande que no quiso el agua”)
madre e hijo en la azotea—…
Pretendía el reloj dormir las horas
(conejo que siempre llega tarde).
Yo debía comunicar la noticia.
¿Qué tiene que ver la poesía con la muerte?
Los poetas saben que no hay permanecer
en parte alguna.
¿Y los sueños?
En el sueño…
se aparecieron todas la mujeres, muertas,
de mi vida:
Antígona;
hermana;
toquilla de pan con nata;
madre;
la que se tragó el río;
aquella desvanecida en el paisaje.
Espacio sin bordes; sueño sin fondo:
todo lo que viertes en él se hace eterno.
Y en el duermevela surgieron palabras,
vendas que cizallan, unen, separan.
La muerte ocurrió por la noche.
Ya eran las cuatro de la tarde, yo tenía hambre,
y todavía no había comunicado la noticia.
Entre dos nubes se columpiaban las letras.
¿Era el único que sabía? (pesado saber,
palabra enquistada).
Con el primer sol: abrí los ojos; en el sueño
de octubre brillaba un poema.
Como al pelar una cebolla:
envolturas de tiempo;
capa a capa
se vislumbra el ser
de tu ser:
pájaros callados, historias
pegadas;
algunas traen el mar:
olas
de blanco y azul;
otras, se rompen:
dolor, restos de piel
al desprenderse;
sigues:
hacia el núcleo,
desnudo;
frío;
recovecos
de un corazón
frágil:
sintiendo el viento…
Yo estaba en el inicio,
entonces…
Tú soltaste la mano ¿Quizá fui yo?
El tiempo, quizá…
La maleta en el suelo,
frío, de estación.
El típico humo de película antigua.
Pasos repicando en el andén.
Una mujer con abrigo y sombrero,
mirando, sus ojos cerrados.
Subí al tren.
En el andén quedó la maleta. Dentro:
la mitad de un sueño, un trozo de pena,
una mano desnuda sin sus huellas.
El maquinista tocó el silbato. Empezó
el viaje.
Se oyó
ese chirrido que duele a nostalgia.
No había nadie en el vagón.
Traqueteo de un paisaje de invierno
golpeando la cara.
Al despejarse la niebla ella abrió
la puerta (traía luz y caramelos).
Aprendí que todo es relativo.
Desde entonces se sucedieron viajes.
Estaciones. Melancolía otoñal.
Duermevela sobre campos de amapolas.
El verano y su vacío:
tanta claridad quitaba el miedo,
pero iluminaba la ausencia de límites.
Cada estación era un nuevo esperar.
El ruido del tren. El insoportable silencio.
La maleta en el andén.
En esa época empecé a necesitar protector gástrico.
¿Qué es no ser? ¿Se puede ser
el reverso de la vida y no ser muerte?
Sin ser, sin nombre.
Cuando estas solo donde nadie te hiere buscas la herida