Soplaba un viento dulce de pájaros y flores,
decíamos que la guerra estaba lejos,
sombreros y bastones seguían paseando
por las calles, el viento mecía los álamos del Sena.
“La situación es seria, pero no alarmante”, afirmaban
—gente de orden con las verdades del padre o del marido—.
Pero los hombres ondeaban las banderas.
A lo lejos refulgían yelmos, crepitaban balas.
¡Qué rara es la palabra guerra! sierra que duele.
Hasta que las bombas empezaron a caer
sobre París.
Las sirenas recordaban a los que estaban
en el frente. Cascotes, cristales rotos.
Brillo de estrellas manchadas de sangre.
Un ángel cerraba sus alas.
¿Dónde está la cordura del mundo?
Palpándonos el miedo que iguala las miradas
sin darle sentido a lo atroz que pasaba.
Como peces atrapados en la red
llenábamos refugios esperando el reparto
de un plato de sopa.
Estanterías vacías reían del hambre.
Nacían niños sobre los cristales.
Un gato contemplaba el horizonte.
La gente abandonaba la ciudad:
maletas arrastradas por el polvo,
carretillas, cochecitos, carros
de toscas ruedas cubrían las carreteras.
Los ricos cargaban con sus muebles,
los pobres su miseria y sus desgracias.
En las calles tendidos los rostros muertos
sin cara de guerra.
De la cueva surgieron los lobos,
ya cavaba tumbas el aire.
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