Fue aquella tarde
en la casa de la playa.
Un café, el ruido del mar.
Sobremesa tras una agradable comida de amigos.
Conversación animada: el calor, la falta de sabor de los tomates,
algún proyecto de viaje...
La ventana dejaba pasar el aire cálido de agosto.
Carlos sacó el tema de la muerte
—el vino y las copas siempre le ponen filosófico—
ese día le dio por Epicuro y repetía con énfasis:
“es que cuando la muerte está presente, ya no somos nosotros”,
… nadie le hacía mucho caso.
De repente,
como se presenta el frío
en un día de otoño,
mi madre apareció en la entrada:
era ella, como recién llegada de la calle,
con su peinado de peluquería
y su antiguo traje de chaqueta
inapropiado para un día de verano;
toda la tristeza
que cabe en el mar llenaba sus ojos.
Solo yo la vi.
Como vi
su mirada de madre:
prendida,
perdida
en aquellos cajones llenos
de su ropa imposible.
Cuando yo nací ya había muerto
(la niña)
dejando un vacío de nubes.
Cuando abrí los ojos
Carlos hablaba de fútbol;
nadie,
no había nadie en la puerta.
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